Nepal atraviesa uno de los momentos más convulsos de su historia reciente. Desde hace varias semanas, miles de jóvenes, en su mayoría pertenecientes a la llamada Generación Z, han tomado las calles para exigir un cambio profundo en el sistema político. Lo que comenzó como un reclamo contra la corrupción y el nepotismo dentro del gobierno, se ha convertido en un movimiento masivo que ha encendido alarmas a nivel internacional.
Las manifestaciones, según reportes oficiales y de organismos de derechos humanos, ya han dejado al menos 51 muertos y cientos de heridos, convirtiéndose en una de las crisis sociales más sangrientas en el país desde el fin de la guerra civil en 2006. Los enfrentamientos se han intensificado en Katmandú y otras ciudades, donde los jóvenes protestan contra lo que consideran un sistema político agotado, que no les ofrece oportunidades de desarrollo ni confianza en el futuro.
Entre las principales demandas de los manifestantes están la creación de mecanismos transparentes para la contratación en el sector público, la depuración de funcionarios señalados por corrupción y la modernización de un sistema político que, según ellos, favorece a las élites tradicionales y margina a la mayoría joven de la población.
La respuesta del gobierno ha sido ambigua: por un lado, ha prometido abrir espacios de diálogo; por otro, ha desplegado a la policía y fuerzas militares para dispersar las concentraciones, lo que ha aumentado la tensión. El uso de gases lacrimógenos, balas de goma e incluso munición real ha sido documentado por medios internacionales, generando críticas de organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
La protesta no es aislada, sino parte de un fenómeno regional en Asia y otras partes del mundo donde la juventud exige mayor participación política. En Nepal, donde más del 40% de la población es menor de 30 años, la frustración se ha convertido en motor de una movilización que desafía directamente a las estructuras de poder.
La comunidad internacional observa con preocupación la escalada de violencia. Naciones Unidas ha hecho un llamado urgente al gobierno nepalí a respetar los derechos humanos y evitar el uso excesivo de la fuerza. Mientras tanto, los jóvenes organizados en redes sociales han prometido no abandonar las calles hasta lograr cambios tangibles.
El desenlace de esta crisis aún es incierto. Lo que sí está claro es que Nepal enfrenta una encrucijada histórica: ceder a la presión de la juventud y abrir un proceso de reformas profundas, o endurecer la represión y arriesgarse a una mayor inestabilidad política y social.
Nepal atraviesa uno de los momentos más convulsos de su historia reciente. Desde hace varias semanas, miles de jóvenes, en su mayoría pertenecientes a la llamada Generación Z, han tomado las calles para exigir un cambio profundo en el sistema político. Lo que comenzó como un reclamo contra la corrupción y el nepotismo dentro del gobierno, se ha convertido en un movimiento masivo que ha encendido alarmas a nivel internacional.
Las manifestaciones, según reportes oficiales y de organismos de derechos humanos, ya han dejado al menos 51 muertos y cientos de heridos, convirtiéndose en una de las crisis sociales más sangrientas en el país desde el fin de la guerra civil en 2006. Los enfrentamientos se han intensificado en Katmandú y otras ciudades, donde los jóvenes protestan contra lo que consideran un sistema político agotado, que no les ofrece oportunidades de desarrollo ni confianza en el futuro.
Entre las principales demandas de los manifestantes están la creación de mecanismos transparentes para la contratación en el sector público, la depuración de funcionarios señalados por corrupción y la modernización de un sistema político que, según ellos, favorece a las élites tradicionales y margina a la mayoría joven de la población.
La respuesta del gobierno ha sido ambigua: por un lado, ha prometido abrir espacios de diálogo; por otro, ha desplegado a la policía y fuerzas militares para dispersar las concentraciones, lo que ha aumentado la tensión. El uso de gases lacrimógenos, balas de goma e incluso munición real ha sido documentado por medios internacionales, generando críticas de organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
La protesta no es aislada, sino parte de un fenómeno regional en Asia y otras partes del mundo donde la juventud exige mayor participación política. En Nepal, donde más del 40% de la población es menor de 30 años, la frustración se ha convertido en motor de una movilización que desafía directamente a las estructuras de poder.
La comunidad internacional observa con preocupación la escalada de violencia. Naciones Unidas ha hecho un llamado urgente al gobierno nepalí a respetar los derechos humanos y evitar el uso excesivo de la fuerza. Mientras tanto, los jóvenes organizados en redes sociales han prometido no abandonar las calles hasta lograr cambios tangibles.
El desenlace de esta crisis aún es incierto. Lo que sí está claro es que Nepal enfrenta una encrucijada histórica: ceder a la presión de la juventud y abrir un proceso de reformas profundas, o endurecer la represión y arriesgarse a una mayor inestabilidad política y social.