Ecuador vuelve a mirar de frente a su crisis penitenciaria. El lunes 22 de septiembre, un violento motín en el Centro de Privación de Libertad de Machala —en el sur del país— dejó
14 personas fallecidas y 14 heridas, entre ellas un agente penitenciario, según el reporte de la Policía citado por medios internacionales. Las autoridades atribuyeron el estallido a choques entre bandas rivales al interior del penal, con
uso de armas de fuego, explosivos y granadas. Hubo agentes tomados como rehenes durante la refriega y fugas temporales de reclusos, varios de los cuales fueron recapturados poco después, de acuerdo con los primeros partes oficiales.
Las
imágenes del motín circularon en redes y noticieros, mostrando detonaciones y disparos desde los pabellones, una radiografía cruda de la capacidad de fuego que conservan las organizaciones delictivas tras los muros. La secuencia, verificada por distintos medios, subraya la continuidad de un patrón: el ingreso y control de armas por parte de grupos criminales como “Los Lobos”, “Los Choneros”, “Los Tiguerones” u otras facciones locales, según el penal y la región.
Lejos de tratarse de un episodio aislado, apenas tres días después se produjo otra masacre en el centro penitenciario de Esmeraldas, esta vez con al menos 17 personas asesinadas, un recordatorio del efecto contagio que suele acompañar a estas crisis y de la fragilidad operativa del sistema. La agencia penitenciaria y reportes de prensa detallaron que el enfrentamiento volvió a tener el sello de las disputas entre facciones, con armas de fuego y armas blancas dentro de pabellones.
En paralelo,
la noche del 26 de septiembre se registró la explosión de un coche bomba en los exteriores de la
cárcel Regional de Guayas, en Guayaquil. Aunque el estallido encendió las alarmas, las autoridades informaron
que no hubo víctimas ni fugas asociadas a este hecho. El Servicio Nacional de Atención Integral (SNAI) indicó que se iniciaron las investigaciones para identificar a los responsables, mientras cámaras de seguridad captaron el momento del ataque. El episodio eleva la preocupación por las
acciones de “distracción” o presión que estructuras criminales realizan sobre el perímetro carcelario.
¿Qué revela esta nueva escalada?
Primero, que la conflictividad carcelaria mantiene una dinámica nacional, no circunscrita a un único penal. En días consecutivos, los hechos se desplazaron de Machala a Esmeraldas y luego a Guayaquil, sugiriendo que los reacomodos entre bandas —o las represalias— pueden detonarse en distintos puntos a partir de un conflicto inicial. Los motines suelen estar asociados a disputas por control de pabellones, rutas y economías ilícitas internas (extorsión, microtráfico, contrabando), con la particularidad ecuatoriana de una alta disponibilidad de armamento dentro de los recintos.
Segundo, que persiste un
desafío estructural: la
capacidad estatal para controlar el territorio carcelario. La inercia violenta que se vive desde 2021 —cuando se registraron algunas de las peores matanzas carcelarias de la región— no se resuelve solo con incursiones puntuales; demanda un rediseño sostenido en cuatro frentes:
inteligencia penitenciaria,
tecnología de escaneo y bloqueo de señales,
profesionalización y protección del personal, y
separación efectiva de perfiles de riesgo para evitar que líderes criminales sigan articulando operaciones desde los penales. Los antecedentes recientes confirman que, sin estos pilares, los “picos” de violencia reaparecen al menor resquicio.
Tercero, los
efectos sociales: cada masacre deja una estela de
familias desesperadas por información, comunidades vecinas con
temor a que la violencia “salte” fuera de los muros y una
erosión de confianza en la capacidad de respuesta del Estado. En el caso de Machala, las escenas posteriores mostraron filas de familiares a la espera de listas oficiales de fallecidos y heridos, un trámite que, por protocolos forenses, puede tardar horas o días. En Esmeraldas, imágenes aéreas del penal circularon en medios mientras medicina legal y criminalística intentaban completar identificaciones.
¿Qué viene ahora?
En el
corto plazo, se espera el
reforzamiento militar y policial en los penales críticos, nuevas
requisas y
traslados de alto riesgo para desarticular mandos. Sin embargo, expertos advierten que las requisas solo “enfrían” la superficie del conflicto si no se acompañan de
gestión de liderazgos internos (para evitar vacíos de poder que detonen nuevas disputas),
bloqueo real de comunicaciones (para cortar la coordinación con el exterior) y
controles anticorrupción que impidan el reingreso de armas. En
Guayaquil, el coche bomba sin víctimas obliga a revisar protocolos de perímetro, control de vehículos y análisis de patrones de ataques previos contra la Penitenciaría y la Regional.
En el mediano plazo, la conversación vuelve a la reforma penitenciaria y a la política criminal: reducir hacinamiento con criterios técnicos, invertir en infraestructura segura, modernizar el régimen de visitas y encomiendas, y fortalecer equipos de tratamiento (psicosocial, laboral y educativo) para disminuir la dependencia de redes delictivas al interior. En seguridad pública, la coordinación con fiscalía y judicatura para acelerar causas, así como las unidades de investigación financiera, es clave para cortar el flujo económico de las organizaciones que operan desde y hacia las cárceles.
Conclusión
El motín de Machala y los hechos subsecuentes en Esmeraldas y Guayaquil confirman que la crisis penitenciaria sigue siendo un asunto de seguridad nacional en Ecuador. Cada jornada violenta agrega presión al Estado para pasar de respuestas tácticas a soluciones estructurales que desactiven el ciclo de armas, granadas y coches bomba asociado a la disputa entre facciones criminales. El reto no es solo contener la próxima crisis, sino evitar que se repita.